Carta al director, diario Constitucional.
El veredicto del caso SQM ha dejado tras de sí mucho más que titulares y debates políticos; ha instalado en el corazón de nuestra judicatura una encrucijada fundamental para el futuro de la justicia penal. La decisión de la mayoría del Tercer Tribunal Oral en lo Penal de excluir correos electrónicos clave, aplicando la doctrina del «fruto del árbol envenenado». Dicha aplicación fue la manifestación de un choque profundo entre dos visiones del derecho enfrentadas a un mismo desafío: cómo investigar la criminalidad económica en un mundo donde la evidencia ya no reside en archivadores, sino en la nube. Al analizar las dos posturas que dividieron al tribunal, no sólo desentrañamos un dictamen histórico, sino que también exponemos una tensión no resuelta que interpela directamente a nuestro sistema legal.
La posición mayoritaria del tribunal puede entenderse como la construcción de una robusta muralla digital en torno a las garantías del imputado. Al diferenciar entre la autorización para revisar un computador físico y el permiso para acceder a una cuenta de correo electrónico en un servidor remoto, las juezas hicieron una distinción que va más allá del derecho procesal clásico y se adentra de lleno en los principios de la protección de datos personales. Esta interpretación resuena con la creciente conciencia de que la era digital ha creado nuevas vulnerabilidades. La memoria digital, duradera y accesible, transfiere el poder sobre nuestra información a terceros, afectando no solo la privacidad, sino también libertades fundamentales. Desde esta mirada, el tribunal actuó en consonancia con la idea de que el consentimiento para el tratamiento de datos debe ser específico e inequívoco. Para la mayoría del tribunal, la autorización para revisar el «contenedor» (el notebook) no implicaba un cheque en blanco para acceder a su contenido más sensible y volátil: las comunicaciones privadas alojadas en la nube. Al no existir un permiso explícito para este segundo acto, el «árbol» probatorio quedó irremediablemente envenenado, y sus frutos —los correos y toda la evidencia derivada— fueron excluidos del juicio. Esta postura establece un estándar de garantismo digital elevado. Obliga a los persecutores a ser quirúrgicamente precisos en sus investigaciones, reconociendo que cada capa de información digital puede requerir su propio fundamento de licitud.
En la vereda opuesta, el voto disidente de la jueza Carolina Paredes ofrece un contrapunto pragmático y anclado en una visión más tradicional de la prueba judicial. Su razonamiento se niega a trazar esa línea divisoria entre el dispositivo y la cuenta. Para ella, la autorización voluntaria para revisar el «contenido íntegro» del computador era suficiente, pues incluía los correos archivados localmente en el dispositivo. Desde esta perspectiva, el «árbol» nunca estuvo envenenado.
La actuación de la fiscalía se habría mantenido dentro de los márgenes del consentimiento otorgado. La implicancia de esta postura es clara: busca evitar que distinciones técnicas sobre la ubicación de los datos —disco duro versus servidor— se conviertan en un obstáculo insalvable para la persecución penal. Además, la jueza Paredes introduce un elemento de oportunidad, al señalar que la defensa tuvo acceso a los correos mucho antes de alegar su ilegalidad, lo que debilita la fuerza del reclamo. Su voto, naturalmente, es una advertencia. Nos recuerda que una aplicación excesivamente rígida de las reglas de exclusión podría generar espacios de impunidad, especialmente en delitos complejos donde la evidencia digital es, por definición, elocuente y, a menudo, irremplazable.
El choque de interpretaciones en el caso SQM no es una anécdota, sino el síntoma de una fractura sistémica. La era digital ha transformado la naturaleza misma de la prueba penal. Los delitos de cuello y corbata, la corrupción y el crimen organizado ya no dejan rastros de papel, sino huellas de datos esparcidas entre dispositivos físicos, servidores en la nube y redes de comunicación transnacionales. Esta nueva realidad ha puesto en jaque a un sistema judicial cuyas reglas fueron concebidas para un mundo análogo.
La consecuencia jurídico-política de esta brecha es profunda. Por un lado, la perspectiva garantista de la mayoría del tribunal, al elevar la protección de la privacidad digital, corre el riesgo de convertir la persecución de la criminalidad económica en una barrera insuperable para el Ministerio Publico. Si la justicia no cuenta con herramientas eficaces para investigar donde hoy se cometen los delitos, se instala una peligrosa percepción de impunidad para los poderosos, minando la confianza ciudadana en el principio de igualdad ante la ley. Por otro lado, la visión pragmática del voto disidente, si bien busca asegurar la capacidad persecutora, abre la puerta a una potencial erosión de los derechos fundamentales en el entorno digital. En un mundo donde nuestra vida entera está contenida en datos, una interpretación laxa de las autorizaciones de incautación podría normalizar una vigilancia estatal expansiva, debilitando las libertades civiles que son el pilar de nuestra democracia.
El caso SQM nos obliga, por tanto, a enfrentar una pregunta ineludible: ¿está nuestro sistema legal preparado para impartir justicia en el siglo XXI? Dejar que esta tensión se resuelva en la casuística de los tribunales es apostar por la incertidumbre. Es imperativo que el mundo político, legislativo y judicial asuma la responsabilidad de abrir un debate serio y técnico para forjar un nuevo pacto sobre la prueba digital. Necesitamos reglas claras que doten al Estado de capacidades para investigar eficazmente la criminalidad moderna, pero con límites infranqueables que protejan la esfera privada del ciudadano. No actuar es permitir que la tecnología avance más rápido que la justicia, con consecuencias impredecibles para el Estado de Derecho.