La lucha de Francisco Undurraga

La lucha de Francisco Undurraga

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En «Todos somos discapacitados», el parlamentario relata su vida, desde que nació sin piernas y un brazo tras un accidente de su madre, hasta hoy, en que se desenvuelve en el mundo de la política. Aquí, un extracto del primer capítulo del libro que publica Ediciones El Mercurio. 

Capítulo 1 Una tragedia que no fue

Nunca pregunté ni indagué. Nunca nos sentamos con mis papás a hablarlo, tampoco lo comenté con mis hermanas o amigos. No es que fuera un tema tabú, porque ha estado siempre rondando, en el aire, pero desde arriba, en el terreno de lo abstracto. Y ahora que decidí contar mi vida, tengo que enfrentar ese instante decisivo en mi historia, ese accidente que marcó mi esencia, mi carácter y mi cuerpo.

Enero de 1965, pleno verano, y mi mamá, Teresa Gazitúa Costabal -recién casada con mi papá, el publicista Francisco Undurraga Mackenna-, iba en auto con unas amigas por la calle Holanda (o quizás era por Lota), en Providencia, y en un cruce, con un disco Pare que evidentemente el otro vehículo no vio, las chocaron violentamente. Ella, que iba en el asiento de atrás, fue quien recibió todo el impacto por el costado. Quedó completamente aturdida, sangrando por un tajo en su cabeza y con un intenso dolor de espalda. Al llegar la ambulancia, recuerda que pidió que la llevaran al Hospital del Salvador, ya que el director de neurología era su tío político, el doctor Jorge González Cruchaga. En el lugar le hicieron una serie de exámenes, que incluían radiografías, para descartar algún daño mayor en su columna, y la dejaron internada en neurocirugía. Antes de llevarla a rayos equis le preguntaron si estaba embarazada: No sé, pero podría ser, respondió. Entonces, le cubrieron el vientre con una manta plomada y le tomaron las radiografías (…).

Cuando por fin le sacaron yeso, se dieron cuenta de que estaba embarazada, pues su estado se hizo evidente. Comenzó además a tener otros síntomas como náuseas y vómitos y comprendió que el día del accidente -y de los exámenes y radiografías- sí estaba embarazada, aunque de tan solo tres semanas. Pero no había nada de qué preocuparse: le habían puesto una manta plomada sobre su vientre. Sin embargo, su tío neurólogo, Jorge González Cruchaga, no estaba tan tranquilo y algo intuía, pero no podía confirmar ni descartar nada, pues no existían las ecografías (…).

Nací la madrugada de un miércoles 29 de septiembre de 1965 en la Clínica Santa María (…) El plan de ambos (papás) era tenerme por parto natural, sin anestesia, y así estaba sucediendo hasta que en el instante en que iba a nacer los doctores de golpe la echaron (a mi madre) hacia atrás y la durmieron. Por supuesto mi papá, como se usaba en aquellos tiempos, no había entrado al parto. Sin embargo, inmediatamente supo el desenlace por una enfermera que le avisó sin demora. Su cara, me han contado los que llegaron aquella mañana a la clínica, era de desolación y lloraba a mares.

Nací sin la pierna derecha bajo la rodilla, la izquierda fue amputada años después sobre el tobillo y sin un brazo. En el otro tenía la mano con cuatro dedos y dos de ellos pegados (…).

Mi mamá despertó agobiada por el ajetreo y el entrar y salir de médicos y enfermeras, y empezó a sospechar que algo raro estaba pasando. Tampoco ayudaba a calmar su intuición la cara de todos los presentes, que no sabían cómo reaccionar. Al parecer fue su tío Jorge, el neurólogo, quien le dio la noticia. «Te tenemos una noticia buena y otra mala», comenzó diciéndole. La mala era que su hijo había nacido con amputaciones, y la buena era que neurológicamente estaba sano y que sí iba a poder caminar, porque había lugar donde ponerle las prótesis. «Este cabro va a andar. Es muy bueno tener la pierna hasta la rodilla y tiene unos muñones macanudos», le confirmó luego el pediatra Federico Puga, intentando darle ánimo. Las enfermeras se demoraron en llevarme a la pieza y cuando mi mamá me tomó en sus brazos se quedó helada, le daba miedo agarrarme y no sabía cómo reaccionar (…).

Manteniendo esta actitud, junto con mi papá formaron una dupla invencible. Ese mismo día, el de mi nacimiento, tomaron una decisión importante con respecto a mi futuro: no me darían ninguna ventaja. Claro que tenían miedo. En la clínica mi mamá pensó en cómo sería mi vida, en las burlas crueles de los otros niños durante mi infancia y en mi dificultad para formar familia. Los malos pensamientos la acechaban sin cesar durante aquellos primeros días, pero por suerte nunca se convirtieron en realidad (…).

Mis padres tuvieron entonces que madurar a la fuerza y postergar algunos de sus sueños para sacarme adelante. Y así comienza mi historia, una historia en la que ni el reproche ni la culpa han sido parte de la ecuación. Mi mamá nunca recriminó a su amiga que iba manejando, ni pensó en demandar al hospital por las radiografías, pero sí se sintió responsable por mí y esa responsabilidad la movilizó en mi rehabilitación. Yo tampoco he sentido ganas de encarar a nadie. Nunca he querido saber quién fue la persona que las chocó, ni le he echado la culpa a mi mamá. Aunque mi temperamento es explosivo, nunca me educaron con odio ni con rencores. Simplemente nací así.

Fuente: El Mercurio
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