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La realidad ha superado a la ficción: estudiantes que, vestidos de overol blanco, rocían a sus profesores con bencina, que cambian sus libros por bombas molotov, que destruyen sus establecimientos, que golpean y amedrentan constantemente a la comunidad educativa. Hechos que se han vuelto recurrentes en algunos liceos de Santiago y que generan una herida profunda en la educación pública de nuestro país.
Esos jóvenes de overol blanco no dialogan, no realizan petitorios, solo acuden a la intolerancia y la violencia, sin razonamiento aparente.
Pese a esto, hoy las comunidades educativas se ven imposibilitadas de tomar acciones oportunas frente a actos delictuales y violentistas que atentan directamente contra el derecho a la educación de sus alumnos. Como solución, el Gobierno ha enviado un proyecto de ley que busca fortalecer las facultades de los directores de establecimientos educacionales, permitiéndoles expulsar y reubicar de manera inmediata a alumnos que se vean involucrados en hechos graves de violencia, como el porte de armas.
Este proyecto, sin duda, aborda un tema complejo, que implica políticas integrales para erradicar completamente la violencia en cada espacio de la sociedad, pero protege y entrega dignidad a docentes y alumnos que hoy se ven obligados a compartir durante meses con quienes usan la fuerza y la violencia para infundir terror en sus colegios.
Enseñar y aprender en un lugar seguro es clave para avanzar hacia un Chile que pueda superar las desigualdades de origen. Por eso, espero que esta iniciativa encuentre el respaldo necesario en la oposición, sobre todo en aquellos que dicen reivindicar las causas estudiantiles, y que, definitivamente, nos permita avanzar en lo que realmente nos debiera ocupar: mejorar la calidad de los procesos de aprendizaje en la educación pública.
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