Columna de Luciano Cruz-Coke: El rol público de las instituciones culturales

Columna de Luciano Cruz-Coke: El rol público de las instituciones culturales

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El debate generado por la merma en el presupuesto 2019 a algunas instituciones culturales ha abierto la posibilidad de abordar un tema pendiente en el mundo cultural: el rol público de las instituciones culturales y su sustentabilidad financiera.

Con la excepción de Estados Unidos y los países anglosajones, en los que existe una cultura filantrópica de amplio arraigo, los Estados siguen teniendo en el mundo un rol preponderante en la promoción de la cultura. Desde los años 90, nuestro precario sector cultural fue dando pasos, con tanto entusiasmo como desorden, para promover la creación de proyectos que bajo su alero fueron sembrando una semilla que permitió el florecimiento de múltiples actividades, incluida una pequeña industria que ha dado importantes satisfacciones a nivel internacional al país. Creó, sin embargo, la extendida idea de que solo reciben fondos los cercanos a la autoridad y que el financiamiento cultural está dirigido únicamente a organizaciones de izquierda, dando pie al encono de quienes no comprenden por qué la cultura tendría que ser financiada con impuestos tratándose de una actividad eminentemente privada. Esto encierra mucho de verdad, pero parte también de mito.
La discrecionalidad en la entrega de fondos ha sido por mucho tiempo una imputación de la que el sector cultural se ha defendido poniendo por delante la importancia simbólica que tienen estas instituciones en la vida de cualquier país civilizado, representadas en sus museos nacionales, bibliotecas y centro culturales emblemáticos. Sin embargo, ¿qué sucede cuando hablamos de instituciones privadas financiadas con cargo al erario nacional? La práctica chilena de los últimos 30 años -difícilmente podemos hablar de un sistema- señala que la decisión sobre asignaciones no solo se toma discrecionalmente, sino que se ha transformado en un popurrí de organizaciones de la más diversa índole, sin un marco ordenador que las regule, y que abarcan desde el centenario Museo de Bellas Artes hasta fundaciones políticas cuyo financiamiento debiese provenir de cualquier parte menos del Ministerio de la Cultura.
¿Es justo, sin embargo, castigar a las instituciones que han demostrado buenos resultados, por la torpeza administrativa del Estado? Las lecciones de la reciente reforma educacional parecen afirmar la conveniencia de promover el rol público de instituciones que sin ser estatales cumplen importantes papeles en la provisión de bienes públicos como la cultura. Los años de trabajo de las distintas organizaciones por generar programación permanente, fidelizar públicos y mejorar la formación educacional de miles de chilenos indican que, muy probablemente, la producción cultural y artística del país sería muy pobre sin ellas.
¿Podría alguien oponerse a que la fundación de la familia de ese visionario que fue Sergio Larraín García Moreno, que puso a disposición de la ciudadanía la magnífica colección que alberga el Museo Precolombino, reciba una subvención? ¿Podría alguien razonablemente negar que el privado Teatro a Mil es una institución que ha cumplido un importante rol público en el país? ¿Pudo alguien como Manuel García ser el músico que es sin la plataforma que le dio la corporación Balmaceda Arte Joven en sus inicios? Probablemente no. La vocación pública de estas instituciones por la cultura supera con creces lo meramente estatal, como demuestra el hecho de que estas se han hecho cargo de manera subsidiaria de aquello que el Estado no puede hacer.
Con todo, aún carecemos de un sistema que asigne con justicia los fondos institucionales y permita su desarrollo estable.
La experiencia comparada en países que tienen mecanismos eficientes señala que el financiamiento a las instituciones y los fondos concursables van de la mano.
El Arts Council UK de Gran Bretaña maneja un portafolio de 665 instituciones en su programa «Regularly funded organisations», en el que se establece una base de financiamiento que, en un plazo de tres años, debe cumplir metas de público, de programación y de trabajo en red con otras organizaciones, así como levantar un porcentaje de su financiamiento con ingresos propios y aportes privados. Asimismo, algunas se encargan de la convocatoria de concursos sectoriales en materias propias de su experticia. La agencia estatal acompaña el proceso y si al final de los tres años la institución no cumple, pierde el financiamiento. El año 2015 salieron 65 organizaciones del programa y 45 nuevas entraron.
La creación de un sistema de instituciones, tanto públicas como privadas, permitiría establecer reglas claras y dar legitimidad a un sistema asolado por la sospecha, dando espacio a las organizaciones para programarse con tiempo, mejorar su desempeño, crear nuevas redes y públicos, apalancar recursos privados y mejorar sus prácticas en conjunto, además de generar la sana competencia que el sistema requiere.
Nuestras instituciones culturales merecen un nuevo trato que tome su experiencia acumulada y permita a la sociedad tomar protagonismo en la tarea de difundir la cultura y las artes.
Fuente: El Mercurio
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